Escrito por: Mario de los Santos
Están ahí, comenzaron en el paseo Independencia, pero se van extendiendo por todo el centro como setas en otoño. Están ahí con sus chalecos de colores, azules, verdes, blancos, sus caras de buena gente, y seguro que lo son, acechando las conciencias dormidas de los caminantes.
Durante las vacas gordas nunca había visto a esas organizaciones profesionales del reparto de ayuda exterior del gobierno español, ellas se denominan organizaciones no gubernamentales (ONG), mandar a sus captadores a la calle. Si acaso, en alguna fecha significativa, ponían un puesto donde te daban muchos papeles, te proponían afiliarte a su revista y te ofrecían un apadrinamiento de un niño indio o la compra de cacao de comercio justo controlado por una entidad internacional de homologación. No andaban por las calles con las huchas, como las mujeres de abrigo de piel que recogían para las misiones.
Estas ONG hacían las cosas de otra manera. Y precisamente era así porque de ONG tenían nada. Eran organizaciones gubernamentales y bien gubernamentales, que disponían de una amplia plantilla de trabajadores contratados que se pagaban con los fondos recibidos de las ayudas estatales y europeas de cooperación internacional.
Estas ONG hacían
las cosas de otra manera
Pero ahora llega la crisis. Los bancos se hacen un lío mental con las hipotecas subprime, con los fondos de pensión en islas paradisiacas, con inversiones de amigos, las aseguradoras no dan abasto y los estados tienen que soltar la mosca para mantener el chiringuito del libre mercado. Así que no queda un duro para eso de la cooperación internacional, y los señores que trabajan en estas organizaciones gubernamentales, bendecidas por el nuevo catecismo de la solidaridad, se ven, de repente, haciendo honor a su nombre: obligadas a no ser gubernamentales, según dicen un 30% menos de gubernamentales según la reducción de presupuestos. Y con los socios que tienen, están como para mantener a coordinadores, expatriados, gerentes, secretarios generales y locales, administrativos, organizativos… En fin, lo normal en cualquier empresa. Así que lanzan a sus huestes de voluntarios (que también los hay, puesto las ONG son las únicas estructuras de autoempleo en las que conviven perfectamente personas que cobran un sueldo y personas que trabajan por la cara y contentas) a las calles a buscar nuevos socios. O sea, los que cobran mandan a los que no cobran a trabajar, para poder seguir cobrando.
O eso creía yo, al menos. Porque la realidad es más cruel todavía.
El otro día me detuvo un chico con un chaleco azul del ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados), y yo me digo que qué mal debe andar todo si la ONU anda pasando el cepillo. Cuando el chico termina de explicarme un mundo de color y fantasía, le pregunto de dónde se financia la ONU y si el presupuesto de una intervención militar como, pongamos un ejemplo, en Somalia, o en Afganistán, o en Libia si viene al caso, es el mismo que tienen los refugiados de esos mismos conflictos. Él me mira y vuelve con la misma explicación de antes, y yo le digo que si voy a hacerme socio de algo, me gustaría saber cuánto se lleva el coreano que hace ahora de secretario general del asunto y los miles de tipos blancos, europeos o yanquis, que cobran de la historia, y cuánto se lleva la negrita africana, o el palestino, o la saharaui, o el colombiano que anda durmiendo en la calle. Al final, el muchacho me mira, lleva el pelo largo, ropa alegre, hippy, parece venido de los campos de refugiados de Sabra, y me dice de modo sutil que si no quiero, que no pasa nada, que él es un mandao, que trabaja para una empresa y que le dan tanto por suscripción, que si no pretendo hacerme socio que bien, pero que andando, que no le líe, que el tiempo es oro.
Cuánto se lleva la negrita africana o
el colombiano que anda durmiendo en la calle
Ahí es cuando me muero. Resulta que no son voluntarios, que son trabajadores, resulta que hay una empresa que cobra por conseguir socios para las ONG, o lo que es lo mismo, las ONG pagan por conseguir socios.
Regresé a casa con cierta tristeza, con algo roto por dentro, como una pieza que su hubiese soltado. Me imaginaba las ofertas: hágase socio, le mandamos una revista trimestral y un pedacito de ropa usada de un refugiado; y en la siguiente esquina otro chaleco, esta vez rojo, de los médicos interplanetarios que te mandan a casa un pedazo de gasa empleada en la cura de un haitiano con la colaboración de un cantante mundialmente famoso y comprometido; y en la siguiente esquina un chaleco verde te ofrece la revista, el trozo de ropa usada, la gasa, ahora la promociona una actriz de Jolivud, un pedacito del hambre de un etíope y encima te hacen un rebaja del 30% en los primeros seis meses de suscripción.
Yo creía que la solidaridad era un compromiso vital que nacía de una identificación con una injusticia, o una tragedia, o simplemente con la situación de otro ser humano. Pero sobre todo que era eso, un compromiso vital, que para poder ser llamado solidario era necesario comprometer el pan de tu mesa, el tiempo que no sobraba, la libertad e incluso la vida. Nadie podía ser solidario y quedar impune. Sin embargo, ya no debe ser así. Cosas del progreso: ahora se puede ser solidario bebiendo CocaCola, se puede ser solidario comprando yogures, comprando caramelos, comprando pulseras, la solidaridad es un tanto por ciento del precio final, la solidaridad se compra y se pega como una chapa en la solapa. Algo debe funcionar mal cuando para ser solidarios necesitamos intermediarios.
Pertenezco a una generación extraña, una generación para la que democracia significa poder comprar lo que desee, una generación que cree que un agitador cultural es un tipo que escribe una columna en los periódicos, una generación para la que la solidaridad es un buen marketing.